Dos jóvenes residentes en Valencia comparten sus vivencias de los días posteriores a la dana que el 29 de octubre devastó varias localidades de la provincia.
JAZMÍN PIERUCCI
Hace dos años que llegué a Valencia, adonde me mudé con mi pareja desde Argentina. Vivo en el barrio de Benimaclet, muy cerca de la tienda de ropa de la que soy encargada, y ese martes por la tarde, cuando llegó la dana, estaba trabajando. Tres personas de mi equipo son de pueblos que resultaron afectados: Benetússer, Aldaia y Catarroja. Esa tarde, una de estas compañeras, de Catarroja, recibió una llamada de su padre pidiendo que tuviera cuidado al volver porque se estaba inundando todo. Me preguntó si podía salir antes, porque estaba muy preocupada por su familia, y por supuesto le dije que sí.
Cuando sonó la alarma, tuvimos todos muchísimo miedo. Personalmente, era la primera vez que vivía algo así. ¡Ni siquiera sabía lo que era una alerta de protección civil!
No fue hasta el día siguiente cuando empezamos a tomar conciencia de la dimensión de lo que había sucedido al otro lado de la ciudad. A partir de ahí, mi jefa se apoyó mucho en mí para cubrir turnos y para que me hiciera cargo de la tienda, ya que soy la que más cerca, y porque mis otras compañeras estaban muy afectadas.
Pero no estaba sola. Había conmigo algunos otros compañeros que también vivían cerca de la tienda. Lo primero que me propuse fue darles apoyo a ellos, inspirarles paz y serenidad: algunos son muy jóvenes, tienen 18 años, y notaba que estaban muy nerviosos y con mucha incertidumbre.
Más de una vez hablé con mi jefa para poder cerrar antes y priorizar nuestro bienestar, y así lo hicimos.
Con el paso de los días, la angustia fue creciendo. El contacto con mis compañeros y compañeras de la Soka Gakkai de Valencia fue crucial.
Cuando se abrió la posibilidad de pasar al otro lado de la ciudad, justo tenía una semana de vacaciones, acordadas desde hacía mucho en mi trabajo. Llevaba meses sin descanso y podría haberme quedado en casa o haber salido de la ciudad para visitar alguna zona de España que aún no conozco, pero sabía que se necesitaba ayuda, y no dudé en anotarme a un voluntariado para dar comida caliente a ancianos y personas vulnerables en las áreas más afectadas. Me alentó mucho ver a tantos jóvenes que querían ayudar.
Cuando se abrió la posibilidad de pasar al otro lado de la ciudad, justo tenía una semana de vacaciones, acordadas desde hacía mucho en mi trabajo. Llevaba meses sin descanso […], pero sabía que se necesitaba ayuda, y no dudé en anotarme a un voluntariado para dar comida caliente a ancianos y personas vulnerables en las áreas más afectadas.
Yo ni siquiera sabía cómo llegar adonde teníamos que ir, porque nunca había estado en la zona. Me subí a un autobús sin saber lo que iba a tardar, y llegué hasta un puente peatonal que se ha visto en las noticias y que conecta estos pueblos con la ciudad. Me llevó dos horas llegar hasta allí.
Cuando pasé aquel puente, inmediatamente se me cayeron las lágrimas. Fue muy impactante, como entrar en otra realidad. La atmósfera era de mucha tristeza; había gente llorando, expresiones de desolación… Pero, al mismo tiempo, se veía a muchísimas personas, muchas de ellas jóvenes, cargando de todo y ayudando.
Me subí a un autobús sin saber lo que iba a tardar, y llegué hasta un puente peatonal que se ha visto en las noticias y que conecta estos pueblos con la ciudad. […] Cuando pasé aquel puente, inmediatamente se me cayeron las lágrimas.
En todos esos días había estado en contacto con todas mis compañeras de trabajo, que seguían muy afectadas. El día anterior al voluntariado había escrito a una de ellas, que vivía allí cerca, y le dije que quería ir a darle un abrazo. Me lo agradeció y me dijo que le haría muy bien.
Ese día oré mucho para poder ser el apoyo que necesitaba. Le llevé un ejemplar de Civilización Global y, al entregárselo, le dije que seguramente encontraría alguna frase que la alentaría. Estuvo muy agradecida por haberla ido a visitar y por quedarme a ayudar.
Seguí con mi voluntariado. En mi grupo éramos todos jóvenes. Teníamos que golpear puerta por puerta y, al abrirnos, nos encontramos de todo: gente muy mayor que lloraba al vernos, risas, agradecimiento… Nos preguntaban de dónde llegábamos, y muchos nos comentaban que les habíamos alegrado el día.
Ese día vinieron a mi mente recuerdos del centro cultural de la Soka Gakkai en Buenos Aires, donde tantas veces había hecho actividades de mantenimiento, y conecté en mi corazón con mi maestro Daisaku Ikeda. Sentí que estaba allí porque era mi misión.
TIZIANA SCHIAVELLI
Personalmente, me enteré de la tragedia porque recibí muchas llamadas desde Italia, mi país de origen, preguntándome si estaba bien. A pesar del miedo y del susto que teníamos, no éramos del todo conscientes de lo que pasaba a tan solo diez kilómetros de nuestra casa.
Los primeros días fueron un poco raros, pero, pasado un tiempo, decidí ir con mi pareja a llevar comida y bienes fundamentales a uno de los pueblos afectados. Desde el primer momento había estado orando para la protección de todas las personas, pero sentí la necesidad de, además, tomar acciones concretas.
Tras más de una hora andando, la única forma de ir en ese momento, por fin llegamos. Lo que habíamos encontrado por el camino ya era fuera de lo común. Me preguntaba cómo había podido llegar un coche allí… Era un panorama que no se ve ni en las películas. Pero la situación en el pueblo al que fuimos era aún peor: tiendas reventadas, muros rotos, barro en todas partes, calles bloqueadas por coches y por todo lo que se pueda imaginar que el agua había arrastrado. Fuimos a la parte más periférica del pueblo, donde todavía no había llegado nadie. Las familias a las que ayudamos estaban muy agradecidas y todavía seguimos en contacto con ellas.
Además de la destrucción total, lo que me impresionó fue la cantidad de gente que había por el camino cargada de cosas para llevar a las localidades más afectadas. Era una cantidad de personas comparable a la que hay en fallas, de todas las nacionalidades, de todas las edades… Y, sobre todo, muchísimos jóvenes. En más de un momento esto me emocionó muchísimo.
En los días siguientes supe que en esta marea de gente había también muchos jóvenes de la Soka Gakkai que se habían animado a ir como voluntarios a ayudar. Uno de ellos, por ejemplo, acababa de mudarse a Valencia y lo primero que hizo fue ir a ayudar. Una chica, que vivía en una casa donde la hija de la dueña lo había perdido todo, decidió alentarlas a las dos e invitarlas a la siguiente reunión de diálogo. Otros jóvenes donaron muebles, y varios fueron a ayudar como voluntarios más de una vez…
Además de la destrucción total, lo que me impresionó fue la cantidad de gente que había por el camino cargada de cosas para llevar a las localidades más afectadas. […] En los días siguientes supe que en esta marea de gente había también muchos jóvenes de la Soka Gakkai.
Creo que, como jóvenes, nuestra tarea es hacer realidad la afirmación del Daishonin de que «cuando ocurre un gran mal, sobreviene un gran bien»[1] y cambiar las cosas actuando concretamente.
Gracias a esta experiencia, he podido aprender que el sentimiento de impotencia, que todos teníamos al principio de la catástrofe, se puede y se debe transformar en esperanza; que debemos tener el coraje de estar cerca de las personas y encontrar soluciones. Y no solo en estas ocasiones, si no cada día. Me he dado más cuenta de que, esencialmente, esto es lo que hacemos como Soka Gakkai.
Una fuente de aliento han sido los mensajes que Ikeda Sensei envió en marzo de 2011 a los miembros de Tohoku, la región del noreste de Japón que sufrió lo peor del terremoto y el tsunami que ocurrieron aquel mes. Les dijo: «A pesar de las circunstancias desgarradoras, están llevando aliento y tendiendo sus manos a cada una de las personas damnificadas que están a su alrededor, con el espíritu de un bodisatva; con el coraje, el amor compasivo y la sabiduría del Buda. Mi maestro, Josei Toda, […] solía decir: “La verdadera valía de un ser humano se pone de manifiesto en los momentos cruciales. […]”. ¡Cuánta verdad había en sus palabras!…».[2] Siento que estas van también a las personas, especialmente jóvenes, que se han puesto de pie para ayudar a otras en Valencia.
[1] ↑ El gran mal y el gran bien, en END, pág. 1165.
[2] ↑ IKEDA, Daisaku: «Mensaje para los miembros de Tohoku», Seikyo Shimbun, 18/3/2011.