Miguel Simancas, pianista
Gracias por dedicar parte de tu tiempo a esta entrevista, Miguel. Para empezar, nos gustaría pedirte que nos hables de tus inicios en la música por favor.
Empecé a estudiar música a los siete años. Mis padres, cuando yo tenía unos cinco años, detectaron en mí cierto potencial para la música. Cuando iba a casa de mi abuelo replicaba de oído las canciones que escuchaba en la televisión en un órgano que él tenía.
Al ver la facilidad que tenía con aquel teclado, mis padres decidieron apuntarme a una escuela de música para que aprendiera a tocar el órgano. Con los años, también fui tocando el piano y, desde entonces, nunca he abandonado este camino.
Cuando yo tenía unos cinco años, […] cuando iba a casa de mi abuelo replicaba de oído las canciones que escuchaba en la televisión en un órgano que él tenía. Al ver la facilidad que tenía con aquel teclado, mis padres decidieron apuntarme a una escuela de música.
Solo una vez, en una crisis adolescente, pensé en dejar mis estudios musicales y dedicarme a otra cosa. Pero se me pasó rápidamente y los retomé con más fuerza. Estudiaba ocho horas al día.
Intuimos que, para llegar a ser pianista profesional, esa clase de esfuerzos son ineludibles. Y que, aun llegando, no debe de resultar sencillo ganarse la vida con ello…
Cierto, lograr vivir de la música no es fácil. Sin embargo, tengo que reconocer que en mi caso fue un proceso muy natural.
Empecé a obtener ingresos de la música con dieciséis años, cuando la escuela de música donde estudiaba me ofreció dar clases. Un año más tarde, una orquesta contactó conmigo y empecé a tocar y hacer giras con ellos.
En un primer momento no tenía apuros económicos, porque todavía vivía con mis padres. Pero tampoco fue traumático vivir tocando posteriormente, cuando me emancipé y formé una familia. Es lo único que he hecho: dedicar mi vida a la música.
¿Podríamos decir, entonces, que has gozado de vientos favorables?
En mi profesión, sin duda. Fue así incluso cuando en 2001, con 26 años, quise dar un giro a mi vida. Una amiga me habló de España y, casi sin pensarlo, decidí venirme desde Venezuela. Para sufragar los gastos del billete y el hospedaje vendí mis instrumentos.
No tenía ningún plan ni, desde luego, contaba con quedarme a vivir aquí. Más bien pensaba estar uno, dos o tres meses. De hecho, viajé solo con una mochila y el único teclado que no había vendido.
A los dos o tres días de estar en Madrid, conocí a un cantante que tenía una banda y, por casualidad, el pianista que tocaba con él lo iba a dejar. Me propuso que fuera su nuevo pianista y acepté. Comencé a trabajar en salas, discotecas, bares y en cualquier local donde nos contrataran. La verdad es que en el trabajo me iba, sí, muy bien. No obstante, mi vida era muy turbulenta.
Comencé a trabajar en salas, discotecas, bares y en cualquier local donde nos contrataran. La verdad es que en el trabajo me iba, sí, muy bien. No obstante, mi vida era muy turbulenta.
Me has preguntado si gozaba de vientos favorables. Pues bien, cuando recuerdo aquella época, me visualizo sobre un barco grande y hermoso, pero sin timón. Iba a la deriva, golpeándome con cuanta roca encontraba en el camino.
Para mí, tocar significaba ir de fiesta y desmadrarme. Había sido así ya antes de venir a España y, en realidad, lo que me había impulsado a viajar fue la decisión de mi exesposa de marcharse a vivir a Estados Unidos y llevarse con ella a nuestros dos hijos. En Venezuela la tristeza había hecho que me resultara casi imposible levantarme de la cama, trabajar e incluso respirar con normalidad. En esas circunstancias, la perspectiva de un cambio de aires había sido algo a lo que aferrarme.
¿No bastó?
En efecto. En España pronto caí en los mismos hábitos.
Vivía en un país increíble, trabajando con personas que me trataban bien y a las que les gustaba trabajar conmigo. Pero no me respetaba a mí mismo ni era capaz de valorar la fortuna de poder vivir de lo que me hacía feliz. Estaba totalmente fuera de control.
Lógicamente, con una vida tan desordenada, por más que trabajaba y ganaba dinero siempre vivía al día. El dinero terminaba alcanzando justo para pagar gastos y, a veces, ni eso.
Inicié una nueva relación y tuvimos dos hijos. Pero mi estilo de vida desembocó en una nueva ruptura de pareja con separación de mis hijos. Y esta vez el impacto sobre mi salud fue incluso peor. Tuve que buscar apoyo médico. Descubrí que tenía una depresión.
Pese a mi condición, seguí tocando con varios grupos y artistas, de la mejor manera que podía. En ese momento una chica con la que estaba trabajando me animó a entonar Nam-myoho-renge-kyo. Recuerdo el enorme alivio que sentí al probar a hacerlo… El nudo que llevaba en el pecho y que no me dejaba respirar se deshizo. Después de mucho tiempo, pude llenar de aire mis pulmones.
Desde entonces hasta ahora mi vida ha cambiado por completo.
Por favor, háblanos un poco más sobre esa transformación.
Bueno, tras mi primera experiencia con la recitación del daimoku, cuando volví a ver a aquella compañera le dije lo bien que me había hecho. Entonces, ella me habló más sobre la práctica, sobre Nichiren Daishonin, Daisaku Ikeda y la Soka Gakkai, sobre la revolución humana… Y me invitó a mi primera reunión de diálogo. A través de todo esto pude percibir mi vida con más nitidez.
Me di cuenta de que, profesionalmente, estaba yendo por un mal camino. En primer lugar, no agradecía el don de la facilidad para tocar un instrumento, en mi caso el piano, ni el apoyo que había recibido de mis padres. En segundo lugar, esa facilidad que había podido cultivar la estaba utilizando exclusivamente para fiestas, sin darme cuenta de que podía dar felicidad a más personas, e incluso ayudar a mucha gente.
Cuando compartía escenario, no valoraba suficientemente la conexión humana entre los músicos. Ahora la valoro muchísimo y agradezco siempre el trabajo de mis compañeros.
Tus palabras hacen recordar que un pasaje de los escritos de Nichiren Daishonin sostiene que el propósito de la vida del buda yace en «su comportamiento como ser humano».1 Y también que otro capítulo del sutra va dedicado a un bodisatva llamado Sonido Maravilloso.
Ciertamente, a raíz de mi transformación personal y de mi forma de relacionarme con los demás ha cambiado también mi forma de tocar. Los músicos transmitimos lo que sentimos en el momento de la interpretación. Podemos tocar cualquier tipo de música, pero en esta siempre se reflejan nuestros sentimientos. Como escribió Ikeda Sensei, a través del arte damos «voz y materia» a nuestros sentimientos más profundos.2
Al cambiar mi estado de vida, también cambió mi forma de expresarme ante el piano. Y esto no solo lo noto yo, sino también los compañeros de escenario y, en última instancia, quienes nos escuchan. Es algo que se contagia, un intercambio de energías mágico desde el escenario, una mezcla de lo mejor de todos. Antes, yo no era capaz de percibirlo.
Este cambio positivo no solo lo notan quienes ya me conocían antes de practicar. También personas que no me conocían me preguntan por la fuente de esa energía que, según me dicen, perciben en mí.
A raíz de mi transformación personal y de la forma de relacionarme con los demás ha cambiado también mi forma de tocar. Los músicos […] podemos tocar cualquier tipo de música, pero en esta siempre se reflejan nuestros sentimientos. Como escribió Ikeda Sensei, a través del arte damos «voz y materia» a nuestros sentimientos más profundos.
Además, he aprendido a valorarme. Antes tomaba cualquier trabajo que me ofrecían, aunque no me conviniera, porque no podía negarme a la entrada de ingresos. Ahora, si tengo que rechazar trabajos que por algún motivo no me convencen, lo hago. Todo está relacionado porque, al ordenar mi vida, mi situación económica es más holgada.
Pero quiero recalcar que lo más importante de toda esta transformación es esa toma de conciencia de que el don que tengo no es solo para divertirme, sino también para ponerlo al servicio de la gente. Por eso, cuando en la Soka Gakkai me proponen tocar el piano en alguna actividad, hago todo lo posible para hacerlo. Y lo mismo cuando surgen otras oportunidades para brindar felicidad a otras personas y crear valor mediante la música. Lo considero una faceta del kosen-rufu y de mi misión como artista.
Qué emocionante, Miguel. Se diría que, independientemente de los vientos, tu barco ya tiene timón. ¿Es así?
Sí, ¡y va de lujo! Desde que entendí que yo tenía el poder de transformar el veneno en medicina y que decidí poner el Gohonzon en el centro de mi vida, todo fue tomando otro color, incluso en el ámbito familiar, en el que tanto había sufrido.
Conocí a la mujer que ahora es mi esposa. Mis hijos menores regresaron a España, y uno de ellos vive conmigo, mientras que la pequeña vive con su madre a cinco minutos de nosotros. Mis hijos mayores, que también vivieron aquí unos años, luego regresaron a Estados Unidos con sus parejas y, tan joven como soy, me han hecho abuelo con un hijo cada uno. Nos comunicamos muy seguido y el año pasado pude viajar y compartir tiempo con ellos de nuevo.
Y sí, los vientos son cambiantes. Por supuesto que, como a todos, hay días que se me presentan complicados, en los que por un momento siento agobio. Pero ahora, con mi práctica budista, logro tomármelo con calma y ponerme en acción para transformar eso que me produce sufrimiento.
- Las tres clases de tesoros, en END, pág. 893.
- IKEDA, Daisaku: «Cultivar el aprecio por el arte y la cultura», Conversaciones sobre la juventud: Para los protagonistas del siglo XXI, Koko Shimpo, 14/5/1997, citado en daisakuikeda.org.