En conmemoración del 75.º aniversario del inicio de la práctica budista en la Soka Gakkai por parte de Daisaku Ikeda, publicamos un extracto de un ensayo que él mismo dedicó a ese crucial episodio de su vida.
Era un anochecer silencioso. En los hogares, las familias ya habían terminado de cenar, y el ritmo de la ciudad se había aquietado.
Un pequeño grupo de personas caminaba a paso ligero por las calles ya en penumbra hacia cierta casa en Kojiya, en el sector Kamata del distrito municipal de Ota, para participar en una reunión de diálogo.
Era el 14 de agosto de 1947, el día que cambió para siempre el rumbo de mi vida. Ese día, prometí a Josei Toda que me sumaría a la Soka Gakkai, algo que hice el 24 de agosto, diez días después.
Tenía diecinueve años cuando participé en esa reunión de diálogo. Mi maestro me había esperado como un afectuoso padre. El nuestro fue un encuentro solemne, un momento atemporal en el fluir eterno del pasado, presente y futuro. Ese día juré que me convertiría en discípulo de Toda Sensei y que dedicaría mi vida al kosen-rufu.
La reunión de diálogo en esa cálida y húmeda noche de verano, exactamente dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, fue una vibrante epopeya protagonizada por personas comunes que buscaban una esperanza renovada. Afuera, en las calles aún sin iluminación, se había impuesto ya la oscuridad, y muchas áreas de Kamata seguían ofreciendo la desoladora visión de restos calcinados de los bombardeos. Los sufrimientos de tantas personas comunes y de buen corazón, que en muchos casos habían sufrido la cruel pérdida de seres queridos, persistían en su profundidad.
Como joven, día tras día me planteaba rigurosamente la pregunta de quién se haría responsable de todo ese dolor. Siendo un adolescente enfermo de tuberculosis, al caer la tarde me sentía exhausto y dolorido por la fiebre.
Buscaba una estrella guía, una brújula que me permitiera conducir una existencia esperanzada. Unos amigos me habían dicho que irían a un encuentro sobre filosofía de vida, y la verdad es que decidí sumarme sin tener muy claro de qué se trataba.
Unos amigos me habían dicho que irían a un encuentro sobre filosofía de vida, y la verdad es que decidí sumarme sin tener muy claro de qué se trataba.
Creo que debí de llegar al lugar de reunión hacia las ocho […]. Me quité el calzado en la entrada y escuché una voz vibrante, ligeramente ronca, que venía del interior de la sala. Esa fue la primera vez que escuché hablar a Toda Sensei. Estaba disertando acerca del tratado Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra. En ese escrito, Nichiren Daishonin expone su gran filosofía para la construcción de una sociedad pacífica. […]
Toda Sensei volcó toda su pasión y determinación como si quisiera despertar al mundo y hacer tomar conciencia a la humanidad de los peligros que enfrentaba. Era un rugido de león proclamando la esencia del budismo Nichiren.
Lejos de exponer un budismo anticuado, sin vida, reveló para mí el noble camino hacia un futuro brillante, una gran ruta rebosante de convicción y dinamismo.
Después de la disertación, se dio paso a una charla informal. Toda Sensei conversaba de manera franca y natural, mientras mascaba unas pastillas de menta. No había en él rastro de la condescendiente y pedante arrogancia a la que nos tenían acostumbrados las figuras religiosas y políticas, envueltas en formalidades. Aunque era la primera vez que estaba frente a él, me sentí libre de plantearle cualquier pregunta que tuviera en mi joven corazón.
–¿Cuál es la manera correcta de vivir?
Puede que el tono de mi voz haya transmitido una intensidad inusual…
Yo tenía trece años cuando la guerra estalló, y diecisiete cuando terminó. El período más sensible de mi vida había transcurrido bajo las nubes borrascosas de la destrucción. Además, sufría tuberculosis. La sombra de la muerte parecía seguirme a todas partes: la guerra me amenazaba por fuera, y la enfermedad por dentro. Y entonces, cuando Japón fue derrotado, todas las creencias sobre la nación y sobre la vida que yo había tenido hasta el momento se hicieron añicos.
Yo era simplemente un joven común, en busca de un camino. Estoy seguro de que mi sincera devoción a la ruta de maestro y discípulo fue lo que me permitió, a partir de ese día, construir una vida dedicada al bien mayor.
¿Cuál era la manera correcta de vivir? ¿A qué debía dedicar mi existencia? Esas eran las preguntas que palpitaban en mi mente.
Toda Sensei me respondió con convicción y claridad, evitando todo juego intelectual o impostura que pudieran sortear la seriedad de mis preocupaciones.
Cansado como estaba yo de la actitud paternalista que veía en tantos adultos hacia los jóvenes, su sinceridad me conmovió. Despreciaba a los líderes e intelectuales políticos que habían exaltado la guerra mientras estaba en marcha y que luego, tras la rendición, no habían tenido la menor vergüenza al presentarse, de la noche a la mañana, como ardientes defensores de la paz.
Saber que Toda Sensei había sido perseguido por las autoridades militares japonesas y que había pasado dos años en prisión por sus convicciones fue clave en mi decisión de adoptarlo como maestro.
Quería ser alguien como él, capaz de resistir con coraje si estallaba otra guerra, aunque eso me supusiera ir a la cárcel. Quería vivir como una persona valiente, indoblegable ante la represión de las autoridades. Por eso buscaba una filosofía práctica que me ayudara a hacerlo.
Yo era simplemente un joven común, en busca de un camino. Estoy seguro de que mi sincera devoción a la ruta de maestro y discípulo fue lo que me permitió, a partir de ese día, construir una vida dedicada al bien mayor.
(Adaptado desde la entrega de la serie de ensayos «Reflexiones sobre “La nueva revolución humana”» publicada en japonés en el Seikyo Shimbun el 14 de agosto de 2002).