Un palacio de felicidad imperturbable


Alison Henderson · Barcelona


Vivo y practico el budismo en la Soka Gakkai en Barcelona con mi marido Makoto desde hace más de cuarenta años. Cuando me invitaron a compartir nuestra experiencia de una práctica larga y constante, una de mis primeras reflexiones fue: «¡A cuántas personas maravillosas he conocido gracias a la práctica! ¡Cuántas personas me han apoyado!». Confío en haber podido apoyar a unas cuantas personas también, porque esta práctica es para nuestra felicidad y para la felicidad de los demás.

Soy originaria de Inglaterra, y empecé a practicar el budismo Nichiren en Japón, en el año 1978, gracias a una compañera americana de la escuela donde trabajaba enseñando inglés. Estando allí, asistí a reuniones en el Centro Internacional de la Soka Gakkai en Tokio, donde escuché muchas experiencias muy interesantes y tuve oportunidad de conocer al maravilloso responsable de la Soka Gakkai en el Reino Unido en aquel entonces, Richard Causton, que estaba de visita en Japón. Cuando mi trabajo lo permitía, también participaba en las reuniones en mi barrio, en el que había un gran número de miembros. Recuerdo cómo por la mañana, temprano, podía escuchar desde mi habitación el daimoku de los vecinos.

Un día mi amiga me invitó a una reunión de gran formato de mujeres en la que solo se hablaría en japonés. Yo no entendía mucho japonés en aquella época, y aun menos el vocabulario del budismo. Ella me insistió en que el hecho de grabar una buena causa como, sin ir más lejos, asistir a aquella reunión se traduciría en un beneficio. Y así fue, porque aquella misma noche conocí a Makoto, y en seguida él empezó a practicar también. Tres meses después, recibí el Gohonzon.

Alison y Makoto en Japón, en 1979, junto a su responsable en la Soka Gakkai en aquel momento

Pronto a Makoto, de ascendencia japonesa pero naturalizado brasileño, se le caducó su visado de estudiante, por lo que no podía permanecer más tiempo en Japón y tenía que volver a Brasil. A mí me gustaba mucho vivir en Japón, donde disfrutaba de los cambios estacionales de la naturaleza, de mi trabajo y de mis amistades, pero tomé la decisión de ir con Makoto a Belém, en el norte de Brasil, sin pensar demasiado en ello y sin darme tiempo para recitar demasiado daimoku por ello tampoco. Nos casamos y nos marchamos, visitando a mi madre en ruta y a mis mejores amigos en Barcelona, ciudad que a Makoto le encantó.

Una vez llegados a Brasil, al principio vivimos en la casa de la madre y las hermanas de Makoto. Todas eran católicas practicantes, así que orábamos en voz muy baja para no molestar. Nos pusimos en contacto con la Soka Gakkai de allí y compramos un butsudan, que seguimos usando hoy.

Makoto empezó a trabajar inmediatamente en la universidad, pero para mí parecía no haber trabajo en ninguna parte. Aunque me encantaba la naturaleza del lugar, me costaba mucho acostumbrarme al clima y, dado que el centro cultural de la Soka estaba muy lejos, no me atrevía a ir allí sola. Pasaba horas en la biblioteca del Instituto Americano…

Me di cuenta de que tenía que orar más para decidir si nuestra misión estaba allí o en otro lugar. Cuando la familia de Makoto nos invitó a dejar la casa, decidimos ir a vivir a Barcelona.

Makoto tenía que terminar las obligaciones de su contrato en la universidad, así que yo viajé antes. Tenía dónde quedarme y busqué clases particulares. Era a finales de 1979.

Cuando me invitaron a compartir nuestra experiencia […], una de mis primeras reflexiones fue: «¡A cuántas personas maravillosas he conocido gracias a la práctica! ¡Cuántas personas me han apoyado!».

En seguida empecé a asistir a las «reuniones» de la Soka Gakkai; lo entrecomillo porque al inicio éramos poquísimos miembros y nuestro lugar de encuentro para el diálogo budista era un bar, del que guardamos gratos recuerdos –ya no existe–. Luego, empezamos a reunirnos en casa de Sumiko,[1] y posteriormente en la de Alain.[2] Ambos me enseñaron mucho acerca del budismo. Y poco a poco fueron llegando más personas. Sentía que había encontrado mi lugar.

Pude alquilar un ático en el mismo edificio que mis amigos, y esperaba la llegada de Makoto, ya en 1980. Como él hablaba español, confiábamos en que no tendría problemas para adaptarse, pero encontrar trabajo como ingeniero parecía más difícil. Seguramente podría haber encontrado «cualquier cosa», pero un amigo le aconsejó que continuara buscando algo relacionado con sus estudios para no malgastarlos u olvidarlos.

Nos pusimos a recitar mucho daimoku y un año más tarde Makoto consiguió una entrevista con una pequeña empresa catalana. En el encuentro, él les planteó trabajar unos días de prueba sin cobrar. Ellos le dieron una pantalla de ordenador que no funcionaba y le pidieron que la reparara allí mismo sin esquemas. Tardó unos días, pero lo consiguió, y lo contrataron y lo hicieron sentir de verdad valorado. A pesar de que, unos años más tarde, la empresa fue adquirida por una multinacional holandesa, él pudo seguir trabajando en ella. Esto fue un gran beneficio para nosotros. Por mi parte, encontré trabajo también, en el Colegio Japonés de Barcelona a tiempo parcial.

Paralelamente, abrimos nuestra casa para reuniones de la Soka Gakkai. Viajamos a Madrid para participar en asambleas, a Francia para participar en cursos en el Centro Cultural Europeo de Trets, y a Japón. Y también estudiamos para los primeros exámenes de estudio del budismo Nichiren que se hicieron en España.

En esa época también llegó a Barcelona una compañera japonesa guitarrista, Masako.[3] Con su entrenamiento aprendí la importancia de las visitas hogareñas, así como nuevas perspectivas. Aunque hace ya un par de años que regresó a Japón, sigue apoyándome desde allí y siento una gran deuda de gratitud hacia ella.

En todos estos años, hemos conocido a miembros y simpatizantes de la Soka Gakkai de todas partes del mundo, y también a estudiantes de la Universidad Soka. A través de ello hemos podido apreciar la grandeza de la Soka Gakkai y de nuestro maestro, Daisaku Ikeda.

En todos estos años, […] hemos podido apreciar la grandeza de la Soka Gakkai y de nuestro maestro, Daisaku Ikeda.

Cuando, en 1991, ocurrió el segundo incidente con el clero y el hasta entonces director general de la Soka Gakkai de España, junto con la Nichiren Shoshu, trató de destruir la unión del maestro y los discípulos fue muy traumático, sobre todo porque conocimos de primera mano el sufrimiento de algunas familias que quedaron divididas por esa lamentable situación. De alguna manera, vi en ello un eco del karma que años antes había dividido a la sociedad hasta el extremo de una guerra civil, y comprendí que solo haciendo nuestra revolución humana podíamos transformarlo de raíz.

Alentados por Ikeda Sensei, Richard Causton –a quien mencioné antes– y otros responsables de diversos países nos visitaron. Gracias a su apoyo, los miembros que decidimos permanecer en la Soka Gakkai pudimos entender la situación y darnos cuenta de que en la nueva etapa que se abría teníamos la libertad de practicar tal como Nichiren Daishonin había enseñado, algo que los sacerdotes anteriormente habían coartado.

En junio de aquel año, unos cien miembros de la Soka Gakkai de España pudimos ir al Centro Cultural Europeo y conocer a Sensei. Fue una experiencia inolvidable que nos dio muchísima esperanza.

Tras ese encuentro, hubo un gran crecimiento y se abrió el primer centro cultural de la SGEs en Barcelona. Makoto y yo seguíamos trabajando y desafiándonos en las actividades de Gakkai. Entonces, en 1995, vimos un programa de televisión que nos cambió la vida para siempre. Se trataba de un documental sobre orfanatos en China en los que se recibía a niñas abandonadas a las que no se les brindaba la atención debida. Decidí que haría todo lo posible para concretar la adopción de una de esas niñas y traerla aquí.

En aquel momento, no existían protocolos para adoptar en China, pero, a base de muchísimas llamadas, cartas, faxes, correos, entrevistas, trámites y por supuesto daimoku, se puso en marcha el proceso. Los compañeros de fe nos animaron mucho y de muchas formas y, finalmente, en septiembre de 1998 fuimos a Hunan, China. Fue un viaje largo en todos los sentidos, pero en ningún momento se nos ocurrió tirar la toalla a pesar de las pegas de la burocracia y los ingentes gastos. Regresamos con Júlia, una preciosa niña de dos años muy sociable que nos ha alegrado la vida a nosotros y a mucha más gente.

Con Júlia en Shinanomachi, barrio de Tokio donde se emplaza la sede central de la Soka Gakkai, en el amanecer de un nuevo siglo

Durante todos estos años, «Daimoku, primero» ha sido nuestra consigna, sobre todo en los tiempos más difíciles. También, en la medida de lo posible, hemos intentado organizar nuestras vidas para poder atender las actividades de la Soka Gakkai, y no al revés.

Una orientación de Sensei que me regaló una compañera inglesa siempre me ha infundido mucho ánimo:

Cuando la gente se desespera por cosas que la desesperación no arregla, termina sufriendo inmensamente. Uno no tiene que preocuparse por asuntos que no se resuelven a fuerza de preocupación. Lo importante es construir en el corazón un palacio de alegría, que nada pueda perturbar, un estado de vida límpido como el cielo azul por encima de las tormentas, como un oasis en el desierto, como una fortaleza que mira desde arriba las olas embravecidas.[4]

Ahora estamos orando con la determinación de tener una vejez saludable y activa para el kosen-rufu de cara al centenario de la Soka Gakkai en noviembre de 2030.


[1]Pueden leerse relatos experienciales de Sumiko Soga en Civilización Global: n.º 186, octubre 2020, pág. 25, y n.º 193, mayo 2021, pág. 19.

[2]Pueden leerse relatos experienciales de Alain González en Civilización Global: n.º 158, junio 2018, pág. 17, y n.º 193, mayo 2021, pág. 19.

[3]Puede leerse un relato experiencial de Masako Koshiishi en Civilización Global, n.º 174, octubre 2019, pág. 34.

[4]IKEDA, Daisaku: Disertación sobre «La felicidad en este mundo», de la serie Aprendamos del Gosho, la eterna enseñanza de Nichiren Daishonin.

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